martes, 29 de julio de 2025

¿Qué me quieres, amor?

 


Desde que leí por primera vez un libro completo de Manuel Rivas (hace ya muchos años) descubrí una voz que me interesaba: es decir, alguien que contaba cosas y que las contaba muy bien. Para mí, no hay fórmula narrativa más seductora ni más plena. Y ahora, en mi octavo abordaje al autor gallego, vuelvo a encontrarme con la misma sensación placentera y feliz. Estoy hablando de ¿Qué me quieres, amor?, un volumen del que había leído el relato que da título al volumen y, por supuesto, “La lengua de las mariposas” (después de conmoverme con la adaptación cinematográfica de José Luis Cuerda), pero que ahora recorro en orden y por entero. Qué maravilla de libro.

Corroboro que la gran magia de Rivas consiste en que, en mi opinión, suspende todo lo que no sea su relato: te crea la mágica sugestión de que vives dentro, que sus líneas reproducen la única realidad. Y lo disfrutas o lo sufres con una intensidad prodigiosa, torrencial e inolvidable. Bebes en la taberna, acodado al lado de sus personajes; asistes en silencio a las clases de don Gregorio, que parece un sapo y que no pega; finges tocar el saxo mientras sueñas despierto con la posibilidad de que la jovencita de los ojos achinados se fugue contigo a América, donde todos los futuros son de leche y miel; frunces las cejas mientras a Andrés le sale siempre el tres de bastos en sus tiradas de cartas y tiemblas ante la negrura de dicho presagio; tragas saliva ante la facilidad con la que Carmina se entrega, mientras su perro Tarzán actúa de inquietante custodio; sientes el calor facial de ese maquillaje de payaso con el que tienes que ganarte la vida en fiestas infantiles, en las que siempre hay algún niño sádico que te hace sudar; te encorajina que el Depor se quede a nueve metros de ganar la Liga; proteges como policía, sin saber quién es, a la anciana madre del narco a quien desearías encarcelar; o te juegas la vida en las bateas, mientras el oleaje se obstina en abatirte.

Manuel Rivas es un prestidigitador que construye atmósferas. Muy grande.

domingo, 27 de julio de 2025

La Virgen de los Sicarios

 


No descubrimos el nombre del narrador hasta la página 78 de esta novela. Se nos dice antes, eso sí, que es colombiano, que ha escrito “unos cuantos libros” (p.37) y que no tiene una imagen demasiado buena de sus compatriotas: “Mis conciudadanos padecen de una vileza congénita, crónica. Esta es una raza ventajosa, envidiosa, rencorosa, embustera, traicionera, ladrona: la peste humana en su más extrema ruindad” (pp.27-28). Ha vuelto, después de muchos años, y se ha encontrado con un Medellín destrozado por la droga, los tiroteos, el robo y las extorsiones de todo tipo. De hecho, el retrato que nos traslada sobre el mundo de las comunas es estremecedor: “Ha de saber usted y si no lo sabe vaya tomando nota, que cristiano común y corriente como usted o yo no puede subir a esos barrios sin la escolta de un batallón: lo “bajan”. ¿Y si lleva un arma? Se la “bajan”. Y bajado el fierro le bajan los pantalones, el reloj, los tenis, la billetera y los calzoncillos si tiene o trusa. Y si opone resistencia porque este es un país libre y democrático y aquí lo primero es el respeto a los derechos humanos, con su mismo fierro lo mandan a la otra ribera: a cruzar en pelota la laguna en la barca de Caronte. Usted verá si sube” (p.31). Nadie aporta soluciones: ni la Iglesia, que se pierde en estupideces caritativas o buenistas; ni los responsables políticos, que forman una mafia corrupta, sin excepciones (“Todo político o burócrata (que son lo mismo, puesteros) es por naturaleza malvado, y haga lo que haga, diga lo que diga no tiene justificación. Jamás presumas de estos su inocencia. Eso es candor”, p.62); ni tampoco la ciudadanía, acogotada por el miedo y anestesiada por el fútbol y el sexo.

En ese mundo de violencia continua y asfixiante, en el que los niños de doce años ya disponen de revólver y comienzan a trabajar como sicarios, el narrador conoce a Alexis, un adolescente de ojos verdes del que se enamora y que, desde el primer minuto, demuestra ser un demonio destructor, temperamental, caprichoso e impulsivo, que mata a cualquiera por una mirada, por un insulto o por simple arrebato. Es decir, porque puede. Porque es el Señor del Gatillo. Lógicamente, la supervivencia de alguien así es quebradiza; y será otro sicario quien, por una venganza personal cuyo sentido descubrimos en la página 115, termine con su respiración, dejando al narrador en un estado de profunda tristeza y de profunda soledad.

Crónica terrible, cruda y violentísima sobre un mundo sin Dios, donde los seres humanos alcanzan el fondo de su propia vileza y donde todas las relaciones se vertebran sobre la brutalidad, el miedo o la amenaza, La Virgen de los Sicarios es una novela incómoda y magistral, donde Fernando Vallejo combina con gran brillantez registros populares y cultos (el lenguaje de los sectores más bajos de la sociedad colombiana se entrevera con alusiones a Honoré de Balzac, Dostoievski, Schönberg, Rufino José Cuervo, Cervantes, Don Juan Tenorio, Homero, Antonio Machado, Jorge Luis Borges, Jules Verne o Arthur Adamov) y donde, con ayuda del humor negro, retrata un mundo casi inimaginable para quienes lo leemos desde la comodidad de nuestros sillones. Solamente un narrador excepcional puede conseguir que escuchemos el estruendo de las detonaciones y que veamos y casi oigamos el fluir de la sangre por el orificio de las balas.

He indicado en la primera línea de la reseña que, hasta la página 78, no leemos el nombre del narrador y protagonista de esta historia. Lo anoto en la última, por si desean conocerlo: Fernando.

sábado, 26 de julio de 2025

Alguien que anda por ahí

 


Aprovecho un caluroso día de verano para instalarme delante del ventilador con un café y abrir, una vez más (¿tercera?), el volumen de cuentos Alguien que anda por ahí, de Julio Cortázar, uno de mis dioses literarios. Al borde de ingresar en la jubilación, creo que está bien volver a los autores y libros que devoré en mi época universitaria (Azorín, Umbral, Borges, Cortázar, Cela, Gerardo Diego) para que queden incluidos en este blog que, ignoro durante cuánto tiempo, me sobrevivirá. Ingresé en la religión cortazariana en 1988, al poco de morir el argentino, y ya no la he abandonado nunca. Dudo, francamente, que lo haga en el futuro. ¿Por qué me seduce y embriaga tanto este autor? No tengo ni idea. Y me encanta que sea así: una pasión que pueda explicarse de modo racional carece, según entiendo, de esplendor. Es curioso. A mí, que odio el boxeo y el jazz… me fascina Cortázar. Qué cosas. Cada relato suyo es un laberinto en el que ingreso lleno de expectación y que suele dejarme embobado al concluir, con su caravana de frases truncas y su peculiar retórica, llena de humor, sobreentendidos y guiños culturales.

En este tomo, recupero la ternura melancólica que rodea al actor radiofónico Tito y a su enamorada Luciana, que le manda sobres de color lila para suscitar su atención (“Cambio de luces”); recupero la fascinante recreación de la aventura erótica y tanática que emprenden Mauricio y Vera, tras veinte años de relación, dirigiéndose a Nairobi (“Vientos alisios”); recupero la conmoción política que, apenas camuflada por una pátina administrativa, nos habla sobre el mundo de los desaparecidos en la dictadura (“Segunda vez”) o sobre las atrocidades criminales que ensombrecieron durante años el mundo de América Latina (“Apocalipsis de Solentiname”); recupero la sofocante atmósfera que pueden provocar en el ánimo de un niño ciertas pesadillas nocturnas, que convierten a su madre en un monstruo (“En nombre de Boby”); recupero una larga y tortuosa historia de amor que se desarrolla en el CERN y que ahora se nos cuenta con tono melancólico (“Las caras de la medalla”).

He sonreído viendo qué frases subrayé durante mis lecturas anteriores y he añadido una o dos más, consciente de que si vuelvo a la obra dentro de una década añadiré nuevas, porque Cortázar no solamente brilla como un diamante, sino que también es inagotable como un caleidoscopio.

Cómo no adorarlo.

viernes, 25 de julio de 2025

Luna de perigeo

 


Eso que, tan pomposa como seriamente, llamamos “la realidad”, se viene abajo en cuanto atinamos a mirarla de otro modo, con otras pupilas, desde otro ángulo. Para demostrarlo ahí están los pequeños diamantes que Elena Casero Viana reúne en su volumen Luna de perigeo, publicado por el sello Enkuadres. Y les aseguro que he utilizado la fórmula “pequeños diamantes” con absoluto rigor, porque la autora valenciana consigue en ellos una complicada ingeniería de condensación que solamente afecta al número de palabras, pero no a la envergadura de su sugerencia. Les pondré un ejemplo, que se hospeda en la página 21 de este hotel narrativo. Imaginen a un hombre que, sudoroso y casi extenuado, corre para salvarse. Nada sabemos de su culpa. Nada sabemos de los motivos de su huida. Simplemente corre y corre, con un traje de presidiario. El horror y la angustia lo hacen transpirar, pero no detienen el frenesí de sus piernas, que tratan de llevarlo a la salvación. Por detrás de él, casi feliz en su sadismo, viene otro hombre, que porta un arma y que sujeta a un perro con las fauces embadurnadas de espuma: la gran tarea de ambos es cazar al fugitivo. Parece una escena cinematográfica (seguro que recuerdan alguna de parecido tono), donde casi podemos escuchar el resuello del perseguido, la inmisericordia del sol (que golpea desde hace horas), la adrenalina rencorosa del perseguidor, los ladridos paralizantes del animal. Por supuesto, cazador y perro tienen todas las papeletas para alzarse con la victoria: atesoran demasiadas ventajas. Bien, ahora dejemos que Elena Casero nos ofrezca esa misma historia en dos líneas y media: “Sonreía mientras lo veía correr espoleado por el pánico. El eco aplaudió su puntería. Satisfecho, recogió de boca de su lebrel un pedazo de tela de rayas”. Seguro que ahora comprenden mejor mi etiqueta de “pequeños diamantes”, porque muchas de las propuestas del volumen transitan por esa senda: condensan, sugieren, atrapan, sorprenden. Solamente una autora excelente puede conseguir ese nivel de exactitud con el vocabulario y con la sintaxis. Cómo no recordar el bello endecasílabo con el que Dámaso Alonso definió al maestro barroco: “Quevedo prensa pensamiento hirviente”.

En ocasiones, veremos a un niño pobre cambiar de estatus en el futuro y tener frente a sí al niño rico que lo humilló (“Las vueltas del tiempo”); o sentiremos lástima por una niña que ya no se encuentra (aunque quisiera) entre los vivos (“Añoranza”); o sentiremos asombro al descubrir el modo acelerado en que han cambiado, gracias a los avances de la modernidad, los mecanismos del nacimiento y de la muerte (“Nuevas tecnologías”); o advertiremos con estupor las posibilidades libidinosas de un cuento infantil (“Por eso le llaman Sabio”); o notaremos cómo se nos encoge el estómago con una escena de tristísima aceptación laboral (“Yo que tú”); o percibiremos el escalofrío que nos recorre la columna vertebral al saber de cierto pacto inquietante (“Trueque”); o, en fin, nos dejaremos inundar por la compasión ante el bochorno de una escena triste y conmovedora (“El recién llegado”).

Que un libro te ofrezca una historia admirable es digno de aplauso. Que te regale más de setenta ingresa, definitivamente, en el ámbito del prodigio.

jueves, 24 de julio de 2025

El proceso

 


Me adentro, una vez más, en El proceso, de Franz Kafka, que en esta ocasión leo en la traducción de Feliu Formosa (sobre la edición de Max Brod). Y me vuelve, tan nítida como en mis años universitarios, la sensación de sofoco y de malestar que las páginas del checo fomentan. Recordemos la levísima columna vertebral del libro: Josef K. recibe la noticia de que se le ha abierto un proceso y que, por tanto, se encuentra pendiente de la decisión de unos jueces, que dictaminarán sobre su culpabilidad o su inocencia. Acaba de cumplir 30 años y trabaja como apoderado en un banco, donde todo el mundo le augura un estupendo porvenir. Pero ignora que menos de un año después (la víspera de su trigésimo primer cumpleaños) todo habrá dado un vuelco en su vida, porque el veredicto del alto tribunal será negativo y la condena será a muerte. Durante las doscientas páginas que median entre un momento y otro, el lector es golpeado por la angustia (una angustia similar a la que experimenta K.), dado que en ningún instante se explica quién lo acusa, ni de qué lo acusa.

Acompañemos al protagonista en los primeros tramos de la narración: “Alguien” (no deja de ser significativo que esa sea la primera palabra de la novela) ha debido de calumniar a Josef K. y, para su asombro, se presentan en la pensión donde vive dos personas, identificadas como Franz y Willem, con la misión de comunicarle que va a ser procesado. K. se queda pensativo (“¿Qué clase de gente eran?, ¿de qué hablaban?, ¿de qué autoridad dependían? K. vivía aún en un Estado de Derecho, reinaba una paz general, todas las leyes se mantenían vigentes. ¿Quién se atrevía a asaltarle en su propio domicilio”, cap.I). A partir de ahí, la madeja de la zozobra y de la inquietud no hace sino enredarse y enredarse: acude al sitio en el que presuntamente tiene que prestar declaración (un lugar más bien tenebroso, donde muchos otros procesados esperan ser escuchados); recibe la visita de su tío Karl (quien, enterado de la situación, lo pone en manos de su amigo, el abogado Huld); conoce a personas que llevan un lustro en su misma situación (como el comerciante Block); es derivado hacia Titorelli, un pintor bohemio que, con la excusa de servirle como ayuda, le endosa algunos de sus deleznables cuadros… Todo a su alrededor comienza a tambalearse y a adquirir perfiles de rareza, hasta convertirse en una situación que Josef K., curiosamente, va admitiendo de forma casi feble, como si él mismo admitiera la paulatina solidificación de la irregularidad. En lugar de preguntarse por lo “lógico” (quién lo acusa y de qué), Josef se adhiere al absurdo y se enzarza en diálogos y consideraciones que, para un lector apolíneo, pueden convertirse en exasperantes.

En esas condiciones cenagosas no hay modo de defenderse (ni parece tener sentido intentarlo: la maquinaria procesal es tan implacable como incognoscible), así que cuando los dos esbirros acuden hasta su casa el protagonista de la pesadilla no se inmuta (“Quieren acabar conmigo gastando lo menos posible”); y lo acompañan hasta un descampado, donde terminan con su respiración de un modo casi bíblico.

Una novela terrible, asfixiante y premonitoria sobre la pequeñez del individuo y sobre la brutalidad del Estado omnipotente, que te anima a considerarte culpable aunque ignores la naturaleza o las dimensiones de tu infracción.

Imprescindible.

miércoles, 23 de julio de 2025

Cada palabra es una semilla

 


Disfruto durante dos días de un libro realmente hermoso y profundo de Susanna Tamaro, que se titula Cada palabra es una semilla. Lo traduce Guadalupe Ramírez y lo edita el sello Seix Barral. Son recuerdos y reflexiones que la escritora italiana va hilvanando en cinco secciones de gran interés: las primeras, porque nos permiten conocerla un poco más; las segundas, porque nos invitan a pensar sobre el mundo que nos rodea, donde la desorientación, el consumismo, la estupidez y la manipulación amenazan con destruir todo aquello que (para decirlo con las palabras de Antonio Muñoz Molina) parecía sólido.

La autora de Trieste comienza contándonos que fue una niña con malas notas en la escuela. Y que la situación no mejoró con el paso de los años (“Obtuve más o menos el mismo resultado en la secundaria y, una vez en la enseñanza superior, me estanqué del todo. No entendía el latín, no entendía la filosofía, no entendía las matemáticas, no entendía nada de nada”, p.8). Amaba, eso sí, los pájaros y la natación. Se aficionó a varias disciplinas atléticas, se inscribió en una escuela de cine y comenzó a estudiar violín. Durante años, no supo exactamente qué hacer con su futuro. “Estaba cada vez más inquieta, llevaba una vida muy descontrolada y no lograba encontrarle sentido a nada” (p.19). Pero algunos conceptos los tuvo siempre clarísimos: “¿Qué era la vida? Levantarse por la mañana, ir al cuarto de baño, ir al colegio, comer, hacer los deberes y acostarse para volver a empezar al día siguiente la misma serie de ridículas secuencias. Cuando fuera mayor iría a trabajar en lugar de ir al colegio y esta sería la única diferencia sustancial. Después, el trabajo también se acabaría y mi pelo se volvería canoso; con las piernas vacilantes me quedaría un buen rato en el paso de cebra antes de cruzar la calle. Más tarde mis piernas ya no podrían sostenerme y me acomodaría en el ataúd como durante años me había tumbado en mi cama. Fin del aburrimiento, fin de la repetición, fin de cualquier otra cosa” (p.33).

Mucho más interesante, en mi opinión, es el segundo bloque, donde nos invita a reflexionar sobre la vida, sobre el rumbo que está tomando la humanidad, sobre los peligros de no ser conscientes de nuestra condición frágil (“En nuestro cuerpo suceden millones de procesos bioquímicos por minuto que nos mantienen en vida. Basta que uno solo se interrumpa para ir a parar rápidamente al mundo de las larvas”, p.61). ¿Cómo es posible que nos mantengamos tan tercamente ciegos ante esa evidencia fisiológica? ¿Y cómo es posible que no advirtamos tampoco que todos los seres vivos habitamos en un mundo hostil, donde la lucha por la supervivencia puede permanecer oculta, pero es innegable y durísima (“El mundo que nos rodea es, en realidad, un ruedo. Un ruedo donde se combate de todas las maneras posibles para lograr derrotarse recíprocamente. Es un mundo hecho de aguijones, de garras, de colmillos, de dientes, de púas, de rostros, de mandíbulas, de corazas, de mimetismos, de engaños y de trampas. Es un mundo en que no es posible distraerse ni un instante ni bajar la guardia”, pp.63-64)?

Convenientemente manipulados por un sistema que nos vende ruido a todas horas, “derechos” inalienables y crecientes y falsas ideas de libertad, caminamos por un sendero que conduce directamente al borde del acantilado, sin que nadie parezca escuchar las advertencias del peligro que amenaza con destruirnos, porque estamos encantados con ese entorno delirante de consumismo inmoral (“Satisfechas las necesidades primarias (comer, beber, tener un techo que nos protege) hemos podido dedicarnos enteramente al culto espasmódico de nuestros deseos. Emparejarnos, poseer, morir cuando queremos, tener hijos por encargo, escogiendo su color y su sexo, ser indemnizados (siempre y en cualquier caso) por todo aquello que no funciona de la manera en que hemos imaginado que debería funcionar. La ampliación de la libertad ha llevado al aumento de las reivindicaciones. Tengo derecho a esto, a aquello. Me habían garantizado que sería así, ¡alguien tendrá que pagar!”, pp.114-115).

Literalmente, este libro lleno de preguntas, de reflexiones, de zarpazos, hace que tu mente entre en ebullición. No se puede renunciar a su lectura.

lunes, 21 de julio de 2025

Poética del ermitaño

 


Acompáñenme, si les parece, y subamos por la cuesta hasta la casa de Don. Una vez que estemos allí, observémoslo en silencio. Es un hombre solitario, barbudo, amigo del silencio, que ha creado como un orfebre su propia existencia. Vive en esa vieja ermita que fue escenario de un tiroteo durante la guerra civil de 1936 y, tras ella, se abre el acantilado sobre el mar. El personaje realiza tallas en madera y, a veces, recibe la visita de un fantasma infantil: un niño cuya cabeza fue atrozmente cercenada. A veces, por los motivos más variados (para hacer regalos navideños, para acudir al prostíbulo, para emborracharse, para escuchar la charla de los pescadores), admite por unas horas el contacto humano. En la página 82 de esta obra se habla de “un ser fronterizo, desdibujado, el último hombre libre”. Bien pudiera ser el retrato de Don, que Miguel Á. Zapata convierte en el axis mundi de Poética del ermitaño, el absorbente trabajo que acaba de publicar en Baile del Sol.

Y ese personaje, si nos atenemos a las pinceladas que sobre él nos va entregando el granadino, asombra y perturba: prepara unos misteriosos brebajes capaces de provocar sueños dirigidos en quienes los ingieran; captura, asa y se come a uno de los gatos de doña Braulia; descubre un día en la tienda de un anticuario cierto maletín, donde están grabadas las iniciales H. Ll. (que él juzga que corresponden a Harold Lloyd, aunque en realidad eran de Higinio Llopis); observa un día cómo, por sorpresa, comienza a nevar en los alrededores (y solamente en los alrededores) de su casa, convirtiéndose de ese modo mágico en un “aristócrata del invierno” (p.45); asiste a una boda con traje alquilado y, muy pronto, siente la asfixia de unas ropas que no son suyas y escapa corriendo hacia su hogar… “Don es una metáfora. Y una singularidad”, nos anticipaba el autor en la página 10. Y bien cierto resulta, a tenor de estos ejemplos. Pero, sobre todo, es un ser limítrofe: vive en una ermita (límite entre lo religioso y lo profano) que fue escenario de una situación terrible durante la guerra civil (límite entre la guerra y la paz), situada en un acantilado (límite entre la tierra y el mar); ve al niño decapitado (límite entre la vida y la muerte); baja al pueblo muy esporádicamente (límite entre la soledad y la sociedad)… Don es un atrayente misterio que cada lector tiene que reconstruir con las piezas que vaya encontrando durante el camino, porque estamos ante un texto plural, complejo y fascinante que, siendo una novela, es también un estudio psicoanalítico y una biografía. Y en él encontramos, cómo no, la prosa lírica, sinuosa, sugerente e inconfundible del maestro Zapata, que embriaga desde la primera línea.

Mientras avanzaba por las páginas del tomo e iba subrayando pasajes, dos libros de Camilo José Cela acudían a mi memoria: Mrs. Caldwell habla con su hijo y Oficio de tinieblas 5. El primero, por su aproximación al personaje en forma de viñetas sucesivas; el segundo, por ser, como el mismo autor gallego pregonaba, una purga del corazón. Ya me dirán qué les parece a ustedes, cuando terminen de leer la obra. A mí me ha encantado.