martes, 28 de octubre de 2025

Siddhartha

 


Recuerdo que cuando leí Siddhartha, de Hermann Hesse, me produjo una honda impresión. No es que me gustase, no es que me hiciese pensar: es que me sumió en largas cavilaciones sobre las preguntas que uno, en la adolescencia, comienza a formularse. Me sedujo la paz que desprendía el protagonista. Me embriagó la forma en que contemplaba la existencia, el devenir del tiempo, a sus semejantes. Fue como destapar un frasco de perfume intensísimo y sentir que sus efluvios entraban en mis vías nasales y se trasladaban hasta el cerebro. Sospecho que fueron días en que llegué a sentir cierto misticismo (¿quién, leyendo esta novela, no se ha sentido místico?). Y me imprimió una enorme huella otro detalle al que otros lectores, quizá, no han prestado tanta atención como le presté yo: el silencio. Siddhartha parecía generar a su alrededor una atmósfera de silencio, un aura de quietud, un halo de pausa. También el personaje del barquero Vasudeva participaba de esa magia.

Ahora, cuarenta y tantos años después (qué vértigo), he decidido volver a las páginas de Hesse, temiéndome que la pátina de los años, que nos suele volver escépticos cuando no descreídos, me hiciera descubrir que esta novela ya no me fascinaba. Craso y gozoso error: he vuelto a sentir que mis pulsaciones bajaban al ritmo impuesto por Siddhartha. Ya no soy el mismo, pero el efecto que provoca la historia de Hesse sobre mí no ha variado: me absorbe.

Siddhartha quiere entender(se), quiere saber(se). Y para ello se aventura por los más diversos senderos: el ayuno, la soledad, la renuncia a los placeres; pero tras ampliar su espíritu tienta también los placeres del sexo, de la comida y la bebida, del juego. Llega a tener un hijo con una cortesana. Y concluye sus días convertido en barquero (es decir, en pontífice). La leeré dentro de unos años por tercera vez.

Qué delicia y atemporal narración.

domingo, 26 de octubre de 2025

Un hijo cualquiera

 


Este es el cuarto libro que leo de Eduardo Halfon y, como me ocurrió tras reseñar el segundo, y el tercero, me formulo la misma pregunta: ¿por qué no lo leo con más frecuencia, si sus páginas me parecen magníficas? ¿Por qué no reseño un par de libros suyos al año, si los tengo en la estantería? Imagino que la única respuesta atinada es encogerse de hombros, porque igual me ocurre con Shakespeare, o con Stevenson, o con García Márquez. Los libros están ahí. Los autores están ahí. Y sabemos de algunos a los que volveremos y de otros a los que hemos despedido para siempre. Halfon volverá pronto a mi blog, con una quinta reseña; y luego con una sexta; y a saber hasta dónde. Lo admiro y soy consciente de que visitaré sus obras, tarde o temprano.

En Un hijo cualquiera he tenido la dicha de encontrarme con secuencias bellas y conmovedoras, con tristezas y reflexiones que han conseguido emocionarme o hacerme pensar, con frases que he subrayado en el libro con emoción y gratitud. He leído sobre la circuncisión de su hijo recién nacido (“Un pequeño corte”); sobre sus alergias, que comenzaron a manifestarse en la infancia (“Historia de mis agujas”); sobre el suicidio como horizonte nebuloso (“La puerta abierta”); sobre la pantorrilla femenina que embriagó su atención a los veintiocho años en la capital francesa (“Unos segundos en París”); sobre la muerte por sobredosis de una chica de su juventud (“Primer beso”); sobre el primer desastroso cigarrillo que tuvo la mala idea de fumarse a los trece años (“Gefilte fish”); sobre la tristeza de tener que proteger a su hijo durante la epidemia de 2020 (“Wounda”); o (debo detener en algún punto el resumen) sobre la iniciación musical clásica de ese hijo (“Domingos en Iowa”).

¿Mis secuencias preferidas? Sería difícil destacar alguna, porque el libro en su conjunto me parece excelente y egregio; pero quizá optaría por “La nutria verde” (una preciosidad, de contenido lirismo y de vigorosa ternura) y por “El último tigre” (en la que somos invitados a agacharnos y leer unas placas del suelo, tan sencillas como emotivas).

Definitivamente, no creo que acabe 2025 sin volver a visitar otro(s) libro(s) de Eduardo Halfon. Se lo merece. Me lo merezco.

viernes, 24 de octubre de 2025

Un viejo que leía novelas de amor

 


Releo, treinta años después de mi anterior visita, la deliciosa obra Un viejo que leía novelas de amor, del chileno Luis Sepúlveda. Y encuentro en sus páginas el mismo exotismo seductor, la misma magia literaria, el mismo deslumbramiento que descubrí en aquella primera lectura, cuando la visita semestral del dentista Rubicundo Loachamín a El Idilio me permitió conocer a Antonio José Bolívar, que recibía siempre las novelas que el galeno le facilitaba para entretener sus horas de viudo (su pobre esposa Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo sucumbió años atrás a la malaria). Y han vuelto también a maravillarme las enseñanzas que extrajo de su estancia con los shuar (a quienes conocemos más comúnmente como “jíbaros”). Y he sonreído viéndolo comer y, luego, sacándose la dentadura para que no se estropee en la boca fuera de su tiempo de servicio. Y he notado un estremecimiento emocional cuando he vuelto a asistir a su enfrentamiento con la hembra felina que anda merodeando por el poblado, por culpa de un yanqui imbécil que mató a su pareja y sus cachorros. Y, sobre todo, he sentido una profunda admiración por el hombre viejo, sereno, sabio, que ha vivido mucho y que ha aprendido a respetar las normas del territorio que lo rodea, acompasando su respiración a ellas para lograr un equilibrio tan armónico como envidiable.

Subrayé en 1995 una frase de la página 60 (“Los colonos destrozaban la selva construyendo la obra maestra del hombre civilizado: el desierto”). Subrayé otra de la página 62 (“Sabía leer. Era poseedor del antídoto contra el ponzoñoso veneno de la vejez”). Subrayé otra de la página 66 (“El animal de la soledad. Bicho astuto”). Hoy, treinta años después, creo que subrayaría con rotulador rojo todo el libro. Maravilloso.

miércoles, 22 de octubre de 2025

Confesiones de una abuela


 

Dicen quienes han accedido a esa época de la vida (yo aún no puedo formular una opinión al respecto) que la abuelidad es una “tardía y doble maternidad” (con ese sintagma la define Josefina Aldecoa en este volumen), en la cual se han perdido las exigencias y los agobios de la condición de padres, pero se conserva el afán de amar, guiar, acompañar y construir a la personita que, titubeante, crece cada día ante nuestros ojos. Quizá por eso, por la inminencia de mi llegada a ese estado (rozo los 60), he querido leer Confesiones de una abuela, de la leonesa Josefina Rodríguez, que firma sus libros con el apellido de su esposo, Ignacio Aldecoa, de grato y admirable recuerdo.

Con una prosa muy agradable y de transparente fluidez, la autora nos explica que, para ella, la condición de abuela (que le llega a los diez años de morir su marido) no supuso un anuncio de la vejez, sino quizá todo lo contrario: un instante de renacimiento, porque recuperó con esa luz el afán de escribir; y encontró otra persona sobre la que proyectar su amor infinito. Favorecida por su condición de abuela, y exonerada de las exigencias de ser madre, se siente “privilegiada en un papel privilegiado” (p.31). Y nos va contando el proceso de crecimiento de su nieto Ignacio: su aprendizaje del vocabulario, sus primeros pasos, su amor continuo por los animales (llegó a construir un minizoo en casa, con un acceso por el que pretendía cobrar a los niños de los alrededores. “Absolutamente abochornados, los adultos de la casa obligamos al holding empresarial a facilitar de modo gratuito la entrada a los visitantes”, anota la escritora en la página 64), su pasión por el surf, su etapa adolescente de rebeldía y cabello largo, sus reivindicaciones juveniles y, por fin (ahí concluye la obra), su ingreso en la universidad.

“Desdramatizar es en mi opinión una de las misiones más claramente asumidas por la abuela dentro del cuadro familiar”, anota en la página 143. Porque, con la sabiduría existencial que otorga el flujo de los años, “la abuela es un árbitro, una intermediaria ideal entre el niño y el resto de las personas que le rodean: padres, hermanos y maestros” (p.144).

Un libro delicado, luminoso y de lectura feliz.

lunes, 20 de octubre de 2025

Reyes de Ítaca

 


Conocemos la historia, porque llevamos dos mil quinientos años leyéndola y admirándonos con su fulgor: acabada la guerra de Troya, Odiseo emprende el retorno a casa, pero la cólera de los dioses y los imprevistos del espíritu humano demoran dos décadas su llegada a Ítaca. Y tampoco ese momento certifica la paz para el héroe, porque tiene que enfrentarse a los pretendientes que, como lobos lujuriosos y dominados por la avaricia, pretenden que Penélope elija a un nuevo rey entre ellos, sospechando la muerte del padre de Telémaco. Pero lo que nos propone Jesús Feliciano Castro Lago en su reciente trabajo Reyes de Ítaca circula por trochas mucho más interesantes que la mera repetición de hechos, porque nos invita a vivir la acción desde dentro, acercándonos a sus protagonistas y permitiendo que accedamos a rincones de sus almas que nos revelan el tesoro de sus emociones: los miedos menos confesables, los fracasos más callados, los temblores más indignos, las claudicaciones menos esperadas. Utilizando tríadas anafóricas (tres capítulos que comienzan con las mismas palabras, en forma de pequeña introducción reflexiva, casi filosófica), el novelista gaditano imprime a cada uno de esos capítulos un espíritu inequívocamente poético, que luego completa con una prosa de respiración clásica y de perfección también clásica, que (re)crea para nosotros un mundo majestuoso y perdido. Ítaca, Odiseo, Euriclea, Laertes, Calimalía (que luego se convertirá en Penélope) resucitan ante nuestros ojos con volúmenes y con voz verdadera, gracias a un asombroso ejercicio (admirable ejercicio) de profundización psicológica en los diferentes protagonistas del drama, que son diseccionados con aguda inteligencia y que se convierten desde el principio en figuras humanas, densas, con aristas y oscuridades, cercanísimas. Se logra así que no los percibamos como muñecos de guiñol, sino como cráteras cuyo vino debe ser paladeado para sentir en la boca y en la garganta sus numerosos matices: desconfianzas, amarguras, ilusiones, abatimientos, altiveces, desacralizaciones, el poder de la imaginación, las mentiras poéticas de los aedos, la sangre de un tiempo crudo.

¿Quieren ustedes un ejemplo de esta prosa? Les facilito unas líneas de la página 113: “La experiencia le había enseñado que, a veces, cuando las mujeres sufrían, pronunciaban palabras oscuras como murciélagos, de las que, una vez calmada la tormenta, se arrepentían y deseaban convertirlas en bulliciosas e inofensivas golondrinas”. ¿Quieren ustedes alguna secuencia emocionante? Pueden acudir a la página 229 y leer la respuesta que da Odiseo a su hijo Telémaco cuando este le pregunta si su aspecto avejentado se debe a algún tipo de disfraz que le han proporcionado los dioses: “Este disfraz se llama vida”, le dice. ¿Quieren ustedes alguna secuencia estremecedora? Busquen la forma en que muere el odioso Hermano y quedarán paralizados. ¿Quieren ustedes un personaje cuyo misterio se revela en la sección final de la obra? Presten atención a Melesígenes. ¿Quieren encontrar a otro, cuyo misterio es mucho más insondable, porque su enigma replica la tristeza lluviosa de Clint Eastwood? No aparten sus ojos de Forastero.

Y, en fin, para no hacerles perder el tiempo con mis palabras: ¿quieren un libro maravilloso y que les reconciliará con lo más exquisito de la literatura? Busquen Reyes de Ítaca, editado por el sello Tres Hermanas.

sábado, 18 de octubre de 2025

La gran serpiente

 


Se llama Mathilde y conduce de una forma algo torpe. A sus 63 años, ha perdido totalmente la silueta (fue hermosa, pero ahora le sobran kilos de forma notoria) y se ha vuelto un poco más gruñona de lo habitual. Acaba de pasar todo el fin de semana con su hija y con su yerno (al que no soporta) en Normandía, y ahora se dirige hacia París, con su perro. Muy cerca de su destino, aparca tranquilamente y observa a un viandante que se aproxima al coche. Se miran, se sonríen. Es un hombre elegante, que también está acompañado por un perro y que se va acercando. Entonces Mathilde, con determinación, empuña un arma y le dispara en los testículos. Luego, con frialdad inaudita, lo remata disparándole también en la garganta (el agujero de la bala casi separa la cabeza del cuerpo).

Así empieza La gran serpiente, una sorprendente y atractiva novela negra escrita por Pierre Lemaitre y traducida por José Antonio Soriano Marco, en la que ejerce como protagonista suprema, fastuosa y letal, esta afable anciana que resulta ser una antigua heroína de la Resistencia francesa contra los nazis reconvertida en asesina a sueldo. Y como coprotagonista (parcial) el inspector René Vassiliev, un policía desmañado y altiricón (1’93) que, a la manera del televisivo Colombo, da la sensación de ir aproximándose a la solución de los crímenes de forma torpe, atropellada y casual.

En las cerca de doscientas páginas de la novela, el lector que haya decidido apostar por esta aventura no gozará de tregua, ni saldrá de su asombro: disparos a quemarropa, emboscadas perpetradas por profesionales, cadáveres escondidos en furgonetas, perros decapitados, vecinos insidiosos, puertas que se abren frente al cañón brutal de una pistola, venganzas implacables, víctimas colaterales, ancianos seniles a quienes nadie escucha, moquetas empapadas de sangre y también, pueden creerme, inteligentes dosis de sentido del humor, que van logrando que una trama de apariencia inverosímil se mantenga en pie y brille sin altibajos.

Me ha convencido mi segunda experiencia con Pierre Lemaitre, a quien conocí gracias a mi compañero Antonio Cascales, profesor de matemáticas y lector voraz. Muy feliz de haberle hecho caso. Seguiré explorando otras obras del autor.

jueves, 16 de octubre de 2025

Ocho mujeres poseídas

 


Me acerco hasta los seis densos relatos que conforman el volumen Ocho mujeres poseídas, de Tennessee Williams, que leo en la traducción de Pilar Giralt y que me han parecido francamente interesantes, sobre todo por el dibujo anímico que realiza de unas personas que arrastran insatisfacciones, amarguras o fracasos vitales: esas dos mujeres solteras que conviven, entre reproches y discusiones, en un piso de Manhattan; la delirante forma en que muere la principessa Lisabetta, que supera el siglo y que protagoniza un relato humorístico-esperpéntico; la súbita ninfomanía interracial que se despierta en el corazón de la señorita Coynte tras el fallecimiento de su abuela; la imparable decadencia de la poeta Sabbatha, que no se resigna a la postergación literaria y social que imprime a su vida la llegada de la nueva hornada de poetas, encabezada por Allen Ginsberg; o la tierna historia de Rosemary McCool (para mí, la más hermosa de las narraciones del tomo), en la que se unen ciertos retrasos cognitivos o espirituales con curiosos retrasos corporales (llega a los veinte años sin experimentar la menarquía).

Subrayo una frase de la tía Ella, que aparece en el cuento “Completada” y que no me resisto a reproducirles: “Cuanto más se excluye el mundo exterior, más lugar tiene el mundo interior para ampliar sus fronteras”.

Con un estilo recortado, vigoroso y muy eficaz, Tennessee Williams consigue que las vicisitudes de sus protagonistas nos absorban durante el transcurso del relato y, todavía más, que perduren después en la memoria, con su halo de tristeza, rabia o decrepitud. Notable.