lunes, 18 de marzo de 2024

660 mujeres

 


Resulta sencillo admirar la pintura de los hiperrealistas, como Antonio López, Helena Hugo, Slava Groshev o Marta Penter, porque el impacto visual de sus lienzos es instantáneo: nos llegan, nos asombran y provocan nuestro aplauso. Han conseguido geminar con formas y colores una imagen que alcanza el rango de fotográfica, y esa diabólica habilidad nos embriaga. Pero conviene recordar que existen otros modos creativos que también hablan (que tan bien hablan) de sus autores. Por ejemplo, la seducción visual que puede generarse trazando pinceladas sueltas y dejando que las retinas de quienes contemplan el cuadro construyan con ellas la imagen final. En el mundo de la literatura acabo de volver a constatar esta técnica en el libro 660 mujeres, de Cristina Cerrada. La escritora madrileña no construye aquí cuentos rectilíneos, nítidos y cerrados, sino orbes nebulosos, mosaicos de perfiles evanescentes en los cuales la persona que está leyendo tiene que intervenir, concentrar la atención al máximo, rellenar las zonas oscuras. Los personajes de “Que vuelva el poderoso nadador”, “El baño de Betsabé”, “El niño” o “Anatomía de Caín” devienen seres complejos, que la autora pone ante nuestros ojos para que tratemos de penetrar en sus recovecos y seamos capaces de entenderlos (o, al menos, de concebir una hipótesis razonablemente sólida sobre sus sentimientos, metas y motivaciones).

El reto, desde luego, presenta su dificultad, sobre todo si quien está leyendo es una persona acostumbrada a narraciones más queratinosas que gelatinosas: es decir, más sólidas y definidas. Pero creo que Cristina Cerrada lo resuelve de un modo espléndido, consiguiendo quince historias que te reclaman, te interpelan, te requieren. Memorable.

sábado, 16 de marzo de 2024

Sueño profundo

 


Una sensación incómoda me ha acechado mientras avanzaba por las páginas de Sueño profundo, de Banana Yoshimoto (que traduce Lourdes Porta para el sello Tusquets): la de considerar, casi en cada párrafo, que ninguno de sus personajes actuaba de forma “comprensible”. Cuando yo esperaba una explosión de ira, ellos se hundían en un silencio profundo; cuando me parecía perfectamente lógico que experimentasen celos o que fueran asaltados por las lágrimas, perdían la mirada en un ventanal, casi hieráticos; cuando se imponía (o eso pensaba yo) abrazar la almohada, salían a pasear en medio de la madrugada. Esos detalles comenzaron a agruparse en órbitas giratorias y, de súbito, notaba que me alejaban del núcleo de la lectura, que no me dejaban disfrutarla en plenitud. Hasta que comprendí dónde residía la causa de mi error: en no advertir su condición nipona. Es decir, en empeñarme en mirar las tramas, las reacciones, los sentimientos, incluso los diálogos como si se tratara de personajes españoles. Y no lo son. De hecho, hacia la página 50 me detuve y comencé de nuevo. Entonces, sí, pude disfrutar de estos tres magníficos relatos.

En “Sueño profundo” acompañé a Terako, amante de un hombre cuya esposa se encuentra en estado vegetativo; en “La noche y los viajeros de la noche” descubrí el modo en que una chica encaja la muerte de su hermano Yoshihiro y cómo esta defunción impregna también sus relaciones con Sarah y Marie, las dos mujeres que lo amaron; y en “Una experiencia” me asombró la manera en que una chica que ha comenzado a beber demasiado es visitada (o eso cree) por el fantasma de Haru, una muchacha con la que mantuvo una relación difícil en el pasado.

Qué elegante es Banana Yoshimoto y qué deliciosa puede ser su narrativa, cuando uno no comete el error (mea culpa) de juzgarla con ojos eurocéntricos. Volveré a sus libros, estoy seguro.

jueves, 14 de marzo de 2024

De aurigas inmortales



Salí de la universidad de Murcia en 1990, habiendo recibido allí durante cinco años clases de algunos profesores magníficos. Poco después, cuando estaba ya en la recta final de mis oposiciones docentes, me llegó la noticia de que uno de ellos, Vicente Cervera Salinas, acababa de ser reconocido en los premios América de poesía por su primera obra en verso. Se titulaba De aurigas inmortales, y vio la luz en 1993. No pude leerla de forma inmediata (el ejército se empeñó en que me incorporase a sus filas), pero sí que lo hice un poco después. Y ahora, casi treinta años más tarde (Dios mío), vuelvo a ella.

Es un libro magnífico, sin duda. En él descubrimos al joven embriagado por los aromas de la cultura, al joven que rinde culto extasiado a la belleza, que compone unos estupendos poemas donde Kierkegaard, Novalis, Pessoa, Yeats o Eluard nos dejan oír sus voces, llenas de pensamiento, reflexión y oportunas remembranzas biográficas; y nos dejan también (gracias a la magia del poeta-médium) penetrar en sus almas heridas, en sus corazones maltrechos. Muchas veces, descubrimos con rapidez la identidad de la persona destinataria (Juan Ramón Jiménez se dirige a Zenobia; Antonio Machado, a Leonor; James Joyce, a Nora); pero en otros casos tendremos que acudir a Internet para descifrarla (¿quién es la Minny a la que invoca Henry James o la Laura a quien habla Robert Graves?). Ese es otro de los encantos del volumen: la excitación intelectual, amplísima, que genera en las personas decididamente curiosas. Es posible que, para quien desconozca las ideas de (pongo por caso) Novalis, pueda resultar complejo adentrarse en el espíritu profundo del poema que Vicente Cervera le consagra. Pero creo que la respuesta más inteligente por parte de la persona que lee consiste en aceptar el reto, la invitación, que el autor le desliza de forma implícita con sus versos: conóceme. Acércate para entenderme. Accede al arca de mi corazón. Y ahí, se lo aseguro, esplende la luz.

Dueño de una sensibilidad exquisita y de una cultura vasta y contagiosa, Vicente Cervera modeló en esta primera entrega poética un trabajo realmente hermoso, que me ha encantado releer.

martes, 12 de marzo de 2024

Una estrella

 


Es difícil saber cuántos dolores (y qué hondos) afligen a la persona que tenemos delante. Y esa dificultad puede conducirnos al error de etiquetarla, sin más base que la sospecha, la “lógica” o los prejuicios. Estrella Torres, una atractiva joven pelirroja, se encuentra en la barra de un bar bastante hediondo, casi al filo de la medianoche. Está tomando notas en un cuaderno y le formula varias preguntas al camarero quien, suspicaz, no sabe qué actitud mantener con ella. ¿Será una policía? ¿Una periodista? ¿Alguien que busca problemas? Para tranquilizarlo, la muchacha le explica que está escribiendo una novela y que quiere conocer a los jugadores de póker que se encuentran en la parte de atrás, como parte de su proceso de documentación. Es una demanda extraña, en verdad, pero al menos no incurre en lo inquietante.

Todo cambiará cuando entre en el local un borracho que responde al nombre de Juan Domínguez, quien la reconoce como la hija de su buen y fallecido amigo Rafael Torres, otro bebedor y jugador irredento. En ese punto, las máscaras caen al suelo y comprendemos que Estrella ha acudido a ese tugurio infecto para exorcizar los demonios que calcinaron su infancia y la de su madre, por culpa de un ludópata que jamás las trató de forma cariñosa, ni las protegió, ni les sirvió de ayuda. Todos los insultos, todas las recriminaciones, todos los gritos que no pudo lanzar su padre a la cara podrá ahora verterlos sobre Juan, quien padece a su vez el desprecio de una hija que no quiere verlo. Dos seres heridos que, de una forma cenagosa, se atraen y se repelen, se odian y se necesitan. Se complementan.

Otra fructífera excursión de Paloma Pedrero por las zonas más oscuras del alma humana, que a través del diálogo (sofocante, lleno de bilis y antiguas heridas) nos golpea con brutal eficacia.

domingo, 10 de marzo de 2024

El síndrome Frankenstein

 


Jorge Luis Borges, con la retranca meticulosa del que profiere una obviedad que los demás parecen no haber advertido, dictaminó hace años que el concepto de “viaje espacial” se le antojaba muy curioso, porque todo viaje es espacial. Con idéntica ironía podría haber recordado que todo viaje es también temporal, porque compromete un avance en los relojes o los calendarios. El reto narrativo que se plantea Elia Barceló en El síndrome Frankenstein (y que comenzó a fraguarse en su aplaudido y premiado volumen El efecto Frankenstein) se vertebra sobre un prodigioso conjunto de viajes, espaciales y temporales, en los que sus protagonistas se verán inmersos.

Pongámonos, aunque sea levemente, en situación. Y para eso nada más útil que colocar sobre el tablero los naipes fundamentales de esta arriesgada e irresistible partida de cartas: el monstruo al que el doctor Frankenstein le restableció la vida en el siglo XVIII, que después de haber sido bautizado como Michl, ahora es conocido como Viktor Frank, un multimillonario al que la cirugía estética ha dado nueva imagen; los condes Maximilian y Eleonora Von Kürsinger, habitantes del castillo de Hohenfels (Salzburgo), que permanecen también incólumes ante la muerte, tras haber recibido una dosis de las misteriosas gotas de Frankenstein; un extraño ser intersexual que responde a varios nombres distintos, aunque se maneja mejor con los de Erin y Mystery Stranger; una empresa farmacéutica todopoderosa que se ha empeñado en conseguir el líquido azul con el que, quienes puedan pagarlo, adquirirán la condición de inmortales; unos laboratorios avanzadísimos, donde se está ultimando un modelo de ginoide (un robot femenino) que resulta casi imposible distinguir de una persona; trampillas secretas que conducen a habitaciones selladas durante siglos; traiciones inesperadas; lealtades que superan todo tipo de pruebas; venenos que son administrados a las personas menos esperadas…

Sé que estarían ustedes encantados de que siguiera y les contara cómo se unen de forma novelesca todos esos caudales (y muchos otros, que prefiero omitir), pero lamento decepcionarles: no lo haré. ¿Cómo iba a ser tan canalla? ¿Cómo iba a arrebatarles el placer de avanzar por estas magníficas páginas de Elia Barceló y sucumbir al encanto irresistible de su talento narrativo? En modo alguno. Lo que sí les aconsejaré es que, venciendo cualquier tipo de pudor que pudieran tener ante las historias “adolescentes” (espero que no sea así), disfracen su corazón de entusiasmo juvenil y se sumerjan sin tardanza en esta historia. Van a pasar unas horas increíbles.

jueves, 7 de marzo de 2024

Anasté

 


Dos ríos llenan con sus aguas el profundo lago llamado Anasté, la pieza dramática que Marino González Montero publica en el sello De la luna libros: el primero adopta forma prosística y se encuentra en la contracubierta. Allí se nos explica que Anasté es una mujer que ha decidido colarse en un recinto religioso tartésico que, en el siglo V a.C., va a ser sellado para que sucumba al olvido. Junto a esa mujer reposarán los cadáveres de medio centenar de caballos que han sido sacrificados para calmar la furia de los dioses, que llevan años castigando a la población con sequías y calamidades continuas. Es (así se nos anuncia) el final de una civilización que continúa erigiéndose en misterio para los estudiosos actuales. El segundo río hay que buscarlo en el interior del volumen, en el diálogo febril, telúrico y desgarrado que mantienen esa mujer que ha decidido inmolarse y la diosa Nortia, quien ha sido convocada por las oraciones de la primera. ¿Cuál es el sentido de esta reunión? ¿Por qué motivo Anasté ha reclamado la presencia de Nortia, si desde el principio le declara con firmeza que no cree en los dioses y que, por tanto, “sois vosotros el claro reflejo de lo humano… Y que lo de la creación y todo eso es precisamente… al revés” (p.43)? A través de una tensa conversación, llena de brío verbal y de un espeso lirismo, vamos descubriendo los impulsos que mueven a Anasté. Y descubrimos igualmente sus doloridas reflexiones sobre la culpa, que impregnan la acción misma del drama (“La CULPA es… el más abominable e inteligente descubrimiento del cerebro humano para dominar a otros cerebros humanos más manejables”, p.80). Anasté se ha propuesto utilizar las veleidades subterráneas del río Anas (el actual Guadiana) para culminar el viaje más trascendente que imaginarse pueda: quiere entrar en el Averno, acceder a Lo Otro, iluminar las zonas oscuras del Enigma.

Mientras iba leyendo la obra sentía (creo que les ocurrirá a los demás lectores también) la palpitación de un abismo, el golpeteo del misterio, que no sólo me acompañó durante las horas de lectura (recomiendo que sea lenta), sino que continuó después a mi lado. Anasté representa el final de un mundo, pero de un mundo lleno de nieblas, que Marino González explora con una delicadeza y con una hondura tan admirables como inquietantes.

miércoles, 6 de marzo de 2024

La naranja

 


Después de haber leído su nombre en alguna historia minuciosa de la literatura hispanoamericana y de haber visto cómo lo citaban autores más célebres que él (Borges), decido adentrarme en una obra de Enrique Larreta, que se titula La naranja, y que he disfrutado en una edición antigua (el ejemplar estaba intonso: también he disfrutado cortándolo) de la editorial Espasa-Calpe. En sus páginas, el escritor argentino se adentra en interesantes reflexiones sobre la vejez (“Si no mediara la idea de lo poco que falta para llegar al final, […] la vejez, una vejez sin achaques, se entiende, sería la verdadera edad feliz, lo mejor de la existencia”), sobre el gozo de existir (“Demos francamente las gracias. Con todo, vivir es vivir”), sobre la esencia última del ser humano (“¿Será el hombre una casualidad zoológica, un acaso de la Naturaleza, un mero cuadrúmano evolucionado, con prodigiosa sensibilidad cerebral, o el objeto supremo de Dios, como lo considera la Escritura?”), sobre la luz que debe guiar a la persona que acomete la tarea de coger la pluma (“Escribe como si todos tus lectores fueran hombres de genio”), sobre la verbosidad (“La excesiva riqueza de vocabulario suele encubrir pobreza de pensamiento. Alarde de joyas en el pecho de la escuálida”), sobre los enigmas de nuestro destino (“Nadie puede saber nunca cuándo aprovecha su tiempo y cuándo lo desperdicia”), sobre los viajes (“El hombre inteligente viaja para después; para enriquecer su vida en los días sedentarios, que son los más numerosos; para formar ese álbum interior cuyas páginas mueve luego el capricho de un delicioso viento que nadie puede explicar”), sobre el ejercicio de la crítica literaria (“Ciertos críticos: perros que orinan en la reja del monumento”), sobre el Martín Fierro o sobre El Quijote, obras a las que dedica páginas lúcidas y fervorosas.

En suma, un volumen variado, lleno de reflexiones inteligentes y que se sigue leyendo con facilidad y provecho.